Irremediablemente Siempre

martes, 13 de junio de 2006

1”
La muerte de lo gestado.

Por la avenida principal el hombre bajo hasta el río.
Se sacó las zapatillas, y caminó por el pasto, y olió las flores, como si renaciera de una muerte longeva. Miró con detenida certeza por última vez el mundo.
Se quitó la remera y se echó en el suelo y respiró el calor del sol, y estornudó, y lloró, pero ya no abrió los ojos.
Y allí, inmanentemente adormecido, se relajó aunque le dolían el alma y las manos. Y dejó de ser, y simplemente pensó que su existencia tirada en el verde no valía nada.
¿Por qué huimos y de qué?
En un sobresalto magnífico pero todavía en la quietud, el hombre se divisó como hombre. Y encontró en sus adentros la razón de vivir, pero aún quería morir. Se apagaron los murmullos, el clamor, el sonido de las copas de los árboles amadas por el viento, la marea, las moscas, los aromas se extinguieron, las flores, el hedor de la mugre, su propio olor, ya no sintió su cuerpo, y no hubo tacto, estaba desligado, sin hilos ni ataduras, sólo el remordimiento y saber que su instinto de conservación ya no tenía vigencia.
No quería salir de ese estado atónito de simbiosis con la primera madre. Porque sabía que si lo hacía, tendría que quitarse la vida.
Así que allí se quedó.
Muerto en vida, tirado en el pasto, rodeado de vida, pero emanando el desgano. Y pronto todo lo que lo rodeaba murió con él y en él. Más que su cuerpo, murió su visión del mundo.
 
jueves, 8 de junio de 2006

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Pedidos de eternidad.

Los lugares a los que suelo ir, nunca están ahí.
Los busco, los reprimo, y me abandonan.
Una especie de extraña adicción se hace cargo de mis acciones.
Zamarreo los conceptos que me han sido otorgados.
Descreo de las mesas y los vasos, y hasta de los sifones de soda que piden a gritos silenciosos que ya me calle.
Me ajeno del mundo.
Me voy.
No siento lo que debiera.
Me deprimo absurdamente sin razones.
Y te busco.
Vuelvo a pedirte que no me ignores, que me sientas, que me abraces, que embraces, que me ayudes a persignarme ante mis formas de actuar.
Te ruego que me beses, me desnudes, me ates y me hagas lo que quieras, drogame, maltratame, pero quedate conmigo.
Caigo en la esperanza de que solo una parte así sea.
Escondo lo que pienso para que no me desencriptes y no veas que los lugares viven abandonandome, para que así no me abandones vos tampoco como lo hace todo lo que me rodea, quizás porque lo permito, o lo deseo.
Es desear con la carne, el alma y los huesos que me desees como te deseo, que no me permitas marchar.
Es que ya lo sé. Pido demasiado, deseo demasiado, en vano, pero eso es lo único que me mantiene en pie. Desear, querer, pedir, soñar.
Ahora que sabes todo esto, no me dejes, no me dejen. Y como siempre ya no puedo dejar de pedir.
 
sábado, 3 de junio de 2006

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Un motivo nunca es demasiado.

La amargura.

Un motivo nunca es demasiado. La otra parte del asunto puede abrirse. Tu motivo nunca alcanza. Se necesita un consenso. Como las respuestas a las preguntas, o las preguntas que son respuestas. Como el chorrito de vino en la salsa, o el beso antes de dormir. Como la energía para hacer o dejar de hacer. Como nosotros, como tu presencia. Ya no voy a enumerar cosas que complementen a otras, o quizás lo esté haciendo sin notarlo. Quizás soy un constante devenir, una insoportable idea de ida y vuelta.
Verte contra esa pared, resguardandote de mi imagen, de yo como el anticristo, de mi persona como algo indeseado, tirandote hacia atrás como alguien que teme a algo. Inquirir y recibir las respuestas como algo automático y prefigurado.
Nunca quise tal cosa.
Pero querer no es poder. Y un motivo nunca es demasiado.